jueves, 30 de noviembre de 2006

Apología de un placer improhibible

Por la reivindicación del mojón

Cierto: perro que come caca aunque le embarren el hocico. Pero algo debe tener la mierda que aún con ella embarrada en los dientes uno sigue prefiriéndola. Será acaso porque, al ser desecho nutricional, un mojón bien apestoso no cae tan pesado como, digamos, un tamal oaxaqueño. Pero cuando se dice que alguien come mierda habría que aclarar de cuál cagada se trata: ¿Caca de animal? ¿De persona? ¿De quien comió huachinango al mojo de ajo, carne tampiqueña, tostadas de pata, quesadillitas de cuitlacoche? O acaso, por qué no, la cagada de quien previamente comió cagada.

Antes que nada quitémonos de prejuicios. Comencemos por darle a la cagada un lugar más digno del que hasta ahora le han otorgado las más chatas y simplonas sensibilidades, empeñadas en demostrarnos que un cagarro es necesariamente una cosa despreciable, de mal gusto, nauseabunda. En primer lugar, no debemos olvidar que todos, humanos y animales, andamos cargando siempre un considerable equipaje de mierda. Que cuando vemos una mujer bien formada y exclamamos: ¡qué ricas nalgas!, deberíamos pensar que justo allí, unos centimetros dentro, aguarda calientito un buen montón de caca. O, también, que esa curveada Venus de nuestros más caros espasmos abre diariamente sus voluptuosas compuertas para echar un cacahuate, y lo disfruta en un nivel de placer similar al de comer, dormir o, por supuesto, hacer el amor con nosotros. Y también que si el cagar fuera más un placer esporádico que una obligación orgánica cotidiana lo disfrutaríamos como se disfruta una copa del mejor cognac. Y con seguridad se nos apetecería, lúbrica y fogosamente, ir a cagar con el ser amado. Oler su mierdita y mostrarle el olor de la nuestra. Entonces la expresión "come mierda" no sería ya un insulto sino una suculenta invitación a agasajar el paladar. Porque las posibilidades gastronómicas de la cagada son infinitas, y así lo sería nuestro placer si, día con día, pudiésemos probar un poco del más democrático, el más barato y el más verstátil de los manjares: la caca.

Es comprensible que estas reflexiones puedan zaherir la delicada sensibilidad de alguna que otra lectora, acaso matrimoniada con un impertérrito comedor de frijoles que, además de todo, va al baño una sola vez a la semana, dejando la tasa que hagan de cuenta un cono triple de Nieves Bing. Pero preciosa dama, ¿no se ha puesto a pensar en las ventajas de disfrutar hasta el tope lo que, de cualquier manera, es inevitable? ¿No cree usted que el Amor es un sentimiento demasiado puro, etéreo y sublime como para ponerse a cuestionarlo por una e inofensiva cajeta? ¿No ha intentado, en vez de acabarse el hígado gritando porque su marido nunca le jala al water y pega en la pared los papeles embarrados de chocochip, acercarse a esas impudientes evacuaciones y conocerlas de cerca, por dentro y por fuera?

No es extraño que los más fieros enemigos de los cagarros sean precisamente aquellos que más feo zurran, esos cuyas colas avientan pedazos de almuerzo podrido en las funciones de miércoles en Plaza Galerías, los que se meten al baño del Sanborns y lo dejan en calidad de zona de desastre, volviendo al buen camino por la vía del trauma a los inocentes putitos que fueron a dar allá dentro por otra clase de chincuales. Ese tipo, el pedorro del closet que no desperdicia oportunidad para censurar nuestros más sabrosos y fructíferos pujidos, es precisamente el más caguengue de todos. Es el que sus aires hacen salir corriendo al perro, el que balancea los calzones, el que se embarra los dedos al limpiarse y luego se los deja besar por su santa novia; el mustio estreñido cuyas aposcaguadas y pestilentérrimas cacas no las quieren ni las moscas. Así, me pregunto, no sin un escalofrío de la más pura angustia: ¿Vamos, nosotros los que disfrutamos de nuestras pestes sin complejos, a renunciar a estas delicias por las torpes cagotizas de un degenerado así? No, amigos míos, no es éste el momento para someternos a oscurantismos medievales.

Dirán tal vez los hipócritas que eso, oler mierda, saborear mierda, es cosa de gente sin cultura, olvidando que mucho de lo que saben lo han conocido en la más sagrada de todas las bibliotecas: el mimísimo excusado, bendito lugar en el que, con los embriagadores inciensos de la propia calabaza uno entró en contacto con Tristán e Isolda, con Madame Bovary, con Hamlet. O, también, que fue precisamente el excusado, con toda la justicia también llamado El Trono, donde nos llevamos nuestro primer Jajá y, frente a la generosa región glútea de Olga Breeskin, que de seguro avienta unas deliciosísimas cacotas, nos estremecimos como ratas con rabia. No, mis queridos coprófilos, no se avergüencen, no tienen por qué. La cosa está muy clara, la mierda, mis estimados filósofos del retrete: ¡la mierda es cultura!

Quienes ya han sido tocados por el inmarcesible hechizo de la cagada pertenecen a un mundo aparte, una élite exquisita comparable a las más rancias aristocracias japonesas de la era Meijing. Son ellos, hombres y mujeres que no se arredran ante la posibilidad de que su prójimo, sus vecinos, sus amigos, sus mismos hijos, no los bajen del feo calificativo de huelepedos, los verdaderos elegidos para el nacimiento de un mundo nuevo donde las obras de arte no podrán ser otras que las que produzca por sí misma la Obra de Arte por excelencia: el cuerpo humano, ladies and gentlemen.

El valor de la caca se reconoce en todas partes, en toda clase social, en cualquier época. Sin embargo, es la gente sencilla, aquella que no sabe de hipocresías ni de tapujos mojigatos, la que con mayor franqueza reconoce el valor de los tamarindos. Tomemos un caso arquetípico: miren a ese hombre trabajador, agobiado por el cansancio y los problemas económicos, que pasa todo su día ruleteando un Volkswagen 75 que siempre está en el filo de un desbielón; mírenlo cómo contempla extasiado, henchido su corazón de amor ante la presencia femenina en la más inesperada de las banquetas; observen cómo arriesga su vida y su patrimonio cerrándosele a todo el mundo con tal de navegar hasta la orilla del eje vial y alcanzar a quien recién ha reconocido como su amada, la mujer de sus sueños, la razón última de su vida toda, su par; adviertan el temblor de su mano derecha al bajar la ventanilla, tocar el cláxon y gritar; "¡Ay mamacita, quién fuera mosquita pa´pararse en tu caquita!" ¿Conciben ustedes, muy señores míos, una forma más honesta, más pura, más incondicional de amor? ¿Pueden acaso censurar a quién, sin el barniz engañoso de una "buena educación", es capaz de expresar tan delicados y querúbicos sentimientos?

Es frecuente que nosotros, que tanto disfrutamos del olor de nuestras deyecciones, nos avergoncemos de ellas en presencia de otros, y tratemos de disimular esos perfumes prendiendo cerillos, acabándonos cuanto aerosol encontramos o hasta, altísima traición, dando el crédito de tales pestes a un tercero, que por lo demás tiene sus propias mierdas y nada necesita de las nuestras. Cuántas veces, viajando solos en un elevador, hemos visto la puerta abrirse en un piso inesperado, para dar paso a una persona, una sola, a la que no queremos ni ver a la cara porque desde que entra ya se está fumando nuestros pedotes. Mortificados como estamos, no se nos ocurrre pensar que quizás nuestra fugaz compañía esta viviendo un rapto místico en el aroma de ese chorizo con huevo que, debidamente procesado por nuestro cuerpo, impregna dulcemente cada rincón del elevador. Cuán ligero y habitable nos parecería el mundo en usos momentos si en lugar de mancharnos de absurdos pudores y fuésemos capaces de preguntarnos, por ejemplo; si ese fortuito compañero de trayecto es lo suficientemente ducho para adivinar lo que comimos. O si se perderá con los ojos cerrados en el pesado y espeso hedor que hace a sus pulmones hincharse de gozo. No olvidemos que todo aquél que se atreve a pedorrearse en nuestra presencia está haciéndo mucho más que darle un descanso a su intestino. Esa persona, que luego de aventarse un frijolazo capaz de disolver una manifestación de obreros metalúrgicos, nos sonríe con la inocencia de un niño, está otorgándonos una insólita muestra de confianza. Sí caballeros, se trata de una confidencia, un abrirse sin reservas y mostrar el más secreto producto de las propias entrañas. No se asombre nadie si afirmo que esta muestra de honestidad que no conoce reservas equivale, en sinceridad y valentía, en ternura y calor humano, a una declaración de amor. Piensen en el sublime sacramento del matrimonio, tan necesitado del regalo celestial de la confianza: ¿Qué sería de una pareja de casados si el marido no se pedorreara noche a noche en la cama, sabaneándole uno tras otro a su media naranja? ¿Qué sería de su envidiable cariño si ella no gozara lavando con jabón y espátula los calzones cagados de su conyuge? Piensen ahora en esa visita a la que una vez censuramos tanto sólo porque dejó el baño del comedor impregnado de mierda de crudo, la más apestosa de todas. La pregunta es: ¿Fuimos justos? Valga la expresión: ¿obramos bien?

Pero no es la intención de este servidor el someter a su lectores a un examen de conciencia. Nada más lejos de mis propósitos. No soy, mis amigos, la clase de persona que encuentra el pedo en el culo ajeno sin advertir tremendo mojonsote en el propio. Dichoso aquel que siempre disfrutó su mierda de principio a fin, sin perjicios ni remordimientos. Feliz el sabio que supo disfrutar los pedos que le salieron con premio, las cacas que al caer a la taza le salpicaron las nalgas, los tenis con la suela preñada de zurrullo de teporocho, el resbaloso pastel del perro cursiento que a medianoche se le embarró entre los dedos desclazos. Y, como todos los hombres de claro entendimiento lo saben muy bien, y lo más imitar al sabio que condenar al necio. Dejemos que los torpes y los pobres de espíritu nos llenen de invectivas, no prestemos oídos a la calumnia ni a la infamia. Caguemos felices en la casa ajena, pedorreémonos sin complejos en la propia boda, untemos mierda fresca en nuestros croissants, subamos el vidrio del carro en cuanto sintamos el relámpago procaz de nuestras nalgas, limpiémonos el culo cagado a pura mano limpia. Es tiempo de dejar que ellos, los pusilánimes y los mediocres, sigan la pobre senda que el destino les trazó y permanezcan insensibles al más secreto y exquisito de los placeres. Su mezquindad ya no es asunto de quienes se han atrevido a dar un paso adelante para conocer y reconocer las invaluables y excelsas virtude de Su Majestad, La Mierda.

Con afecto para los Tobías de parte del Gutierritos Mayor

2 comentarios:

Club Tobías dijo...

Definitivamente y con todo respeto, tu escrito es una mierda... gracias

Dr.pit

Anónimo dijo...

Saco por consecuencia que eres una persona susceptible.